En el segundo episodio de la tercera temporada de Los Soprano, hay una escena en la que Tony Soprano va a visitar a su madre. Cuando se rodó dicha secuencia, (y con ello espero no chafarle la serie a nadie), la actriz que encarnaba al personaje de la madre, había muerto durante el rodaje de la segunda temporada. Sorprendentemente, la madre vuelve a aparecer en esta tercera temporada, como si la muerte no afectase a los personajes de ficción, sólo a los caducos cuerpos de los actores que les dan vida. Pero si se contempla con detenimiento la escena, se descubrirá el truco de dicha inmortalidad: la cabeza de la actriz ha sido rescatada de otras secuencias de la serie, y ajustada digitalmente al cuerpo de una actriz ataviada con los ropajes propios del personaje. Afortunadamente para los creadores audiovisuales, no todos los espectadores acusan una mirada tan impertinente como la mía. Es un defecto, lo sé, supongo que pura deformación de los que ya nacimos con la televisión señora y dueña en los salones. Lo que sucede (y que conste que no lo digo en mi descargo), es que los progresos de los efectos digitales han llegado a un virtuosismo tal, que nos están maleducando la mirada haciendo que lo maravilloso nos resulte ya cotidiano. No hace falta remontarse a los Lumière, pero dentro de poco ya no hará falta que los guionistas persigan la suspensión de la incredulidad en el espectador, de tan difuminado como estará lo real de lo artificial en las pantallas.
Ese peligro no se corría con el mago del trucaje cinematográfico: Ray Harryhausen. Las criaturas que Harryhausen creaba para películas de sesión doble en cines de barrio, o en mi caso, sobremesas de fines de semana televisivos, eran tan perfectas en su falsedad, que no había peligro de confusión con la realidad. La rudimentaria técnica (vista desde hoy) del stop-motion, hacía de sus criaturas unos seres algo patosos, faltos de la plasticosa agilidad del ordenador, pero a cambio insuflaban oxígeno a la imaginación. Las luchas de un ejército de calaveras contra Simbad, la mirada fulminante de la Medusa, las arpías que acechaban a Perseo, el caballo alado Pegaso o los dinosaurios del mundo perdido. Las criaturas de Harryhausen exigen una mirada más inocente que la del espectador actual, a cambio ofrecen un encanto artesanal que difícilmente se olvida. La nostalgia es un pecado, y la ñoñería cinéfila más; pero aún a riesgo de que estos tejuelos parezcan un programa de José Manuel Parada, dejar que nuestras pixeladas pupilas reposen en alguna película de Harryhausen, es como echarnos un colirio refrescante que nos alivie de tanto exceso digital, y nos recupere el genuino sentido de lo fantástico.
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